El otro día hablábamos en
facebook de esta bizarrísima saga de
novelitas que Bruguera incluyó en su
colección de “noir” y espionaje “Servicio
Secreto”. Los títulos eran igual de interrogativos con la hora, pero
los otros personajes damnificados, aparte de Sharon Tate, fueron Kennedy,
Marilyn Monroe y Luther King (con la extrañeza de que la
novela del presidente y su magnicidio en Dallas era de Adam Surray, mientras que las otras tres son de Keith Luger) y constituyen una genuina “explotation” de eventos sangrientos
que en esta época estaban en boca de todo el mundo. En el caso de Tate, que nos ocupa, una auténtica
pieza de coleccionismo al incluir una teoría propia a la identidad de los
asesinos que no incluye a la familia Manson
(aún no habían detenido a los criminales) pero no exenta de cierta base real
según las investigaciones que la policía estaba llevando a cabo. Es extrañísimo leer una
historia sobre los asesinatos en Cielo
Drive que no incluye ni una referencia al “Helter Skelter”, pero es
que el depósito legal de la novela es de 1969 (los crímenes fueron en agosto de
este año), así que Luger debió
escribirla a toda prisa para ser publicada en enero de 1970. Precisamente ese
fue el mismo mes en que detenían a Tex
Watson, Linda Kasabian y otros
involucrados en el evento, por lo que aún no había comenzado ni el mediático
juicio ni, por supuesto, había explotado aun la teoría
mesiánico-racista-cristiano-satánica que el fiscal Vincent Bugliosi enarboló para meter entre rejas a Charlie Manson y sus acólitos.
Así
pues, ¿Qué toma el señor Oliveros de
la realidad para su versión de los crímenes? Pues más bien poco. “¿A
qué hora te mataron, Sharon Tate?” es una despendolada intriga de serie
negra que se presenta como una deformación grotesca y bufa de una novela de Chandler. Tenemos un sabueso duro como
el pedernal al que involucran en la resolución de los crímenes de la casa de Tate y Polanski (ambos mencionados, junto a todas las víctimas que
perdieron la vida allí) y… no, aquí no hay culto alguno. Aunque Luger menciona la posibilidad de que
el crimen fuera obra de alguna especie de, en sus palabras, “grupo pagano” debido a una falsedad que
recogieron los periódicos y que también esta novelita da como cierta: que el
cadáver de Jay Sebring apareció con
una capucha negra puesta. Posteriormente se confirmó que nada de capucha, sino
que era una simple toalla, pero ese simple bulo sirvió para que los rotativos
hicieran el agosto hablando de sectas satánicas. Sin embargo, Luger recoge las sospechas sobre
tráfico de drogas y gansterismo como el principal motivo de la matanza. No le
duelen prendas en poner a las víctimas -el peluquero Sebring y al escritor Frikowski,
amigo de Polanski, como traficantes.
Y a Sharon Tate como encubridora del
pastel-. Una débil referencia a narcos en la prensa de la época como línea de
investigación le basta a Luger para
sacarse de la manga a unos cuantos mafiosos y un par de sádicos asesinos a
sueldo como rostros detrás del crimen, por lo que al detective protagonista le
basta con investigar el asunto, ponerse en peligro, tirar de sangrientos hilos
y, por supuesto, enfrentarse a tiros y puñetazos contra los facinerosos.
Y qué, en fin, igual
tampoco andaban tan desencaminado este “bolsi”, teniendo en cuenta que a día de
hoy sigue habiendo puntos oscurísimos en el caso Tate-La Bianca, incluyéndose la teoría de una conspiración con
drogas de por medio en muchas teorías revisionistas. Las mismas que tiran por
tierra el relato de Bugliosi y el Helter Skelter como una posible
exageración del mediático fiscal. Por lo demás y en la novelita que nos ocupa,
lo dicho: Chantajes, maletas de dinero cambiadas de manos, persecuciones,
peleas, balaceras, un poco de machismo del inevitable (el detective se emperra
en que su ex debe estar con él, y logrará echar a ostias a otro candidato al
amor de su chica –que, burla burlando, al final se descubre que lo había
contratado ella misma para aparentar tener una relación y así vengarse de las
continuas infidelidades del detective. Brutal, sí- para que al final reine la
armonía machoman y la cosa acabe,
como siempre, en bodorrio) además de un final con sangre, fuego y miembros
explotando que nada tiene que envidiar a la versión Tarantino del crimen de Sharon
Tate, estrenada el año pasado. Estoy convencido de que esta chorradita de Keith Luger, además de vertiginosa y
muy entretenida (aunque sonrojante en las partes mencionadas) le da mil vueltas
a la, no menos explotation, de “Érase
una vez en Hollywood”, por divertida, psicotrónica y, encima, ser un producto
cercano en el tiempo al propio crimen.
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